Miraba al mar
perdido en mis pensamientos cuando lo descubrí. Estaba frente a mí, inmóvil observando
al cielo azul aquella tarde de verano, un gigante de piedra. Asombrado lo observé
mientras unos buceadores se sumergían bajo sus pies. Al rato, mientras yo me
imaginaba cómo era posible la existencia de aquella criatura, se dio cuenta de
que lo observaba y, con la naturalidad de quien conversa con un viejo amigo,
empezó a hablarme. Llevaba muchos años allí quieto, por lo que conocía muchas
historias de personas que se habían acercado a él sin percatarse de su presencia.
Me contó varios
relatos como, por ejemplo, el de una pareja que juró su amor en secreto cerca
de donde yo estaba, pero que murió entre golpes, empujones y caídas cuando sus
familias, que se oponían a su amor, la descubrieron. Me habló de unos amigos
que, tras acabar sus estudios, decidieron emborracharse y probar a saltar desde
su cabeza. También me describió a un antiguo rey que había llevado en barco a
su joven amante para matarla y acallar rumores sobre el malestar de su
matrimonio o la disputa entre dos hermanos que acabó con los dos bajo el agua.
Pese a la muerte
que había en sus historias, su manera de contarlas, casi orgulloso de ellas,
resultaba cautivadora. Durante horas llenó mi cabeza de imágenes de tiempos
pasados y no me di cuenta, ni de que los buceadores hacía rato que se habían
marchado, ni de que había oscurecido ya. El camino por el que había bajado a la
cala era complicado a plena luz del día por las numerosas piedras sueltas y
agujeros.
Me despedí con la
promesa de volver y empecé a caminar. Apenas podía ver dónde pisaba, por lo que
tenía que tener mucho cuidado para no resbalar. Al poco rato empecé a
angustiarme, quería ir más deprisa y salir rápido de allí. Casi resbalé con una
piedra. Se me secaba la boca y se aceleraba mi corazón mientras notaba mi
respiración entrecortada. Al final, muy nervioso, tropecé, me golpeé en varias
partes del cuerpo, y acabé en el fondo de un agujero muy magullado. No podía mover
la pierna izquierda, me dolía mucho, creí que me había roto un hueso. Empecé a
gritar mientras buscaba con las manos algo a lo que agarrarme y salir. Pasaron
las horas. No veía nada, no había luz y no encontraba más que tierra y piedras
a mí alrededor. No sé cuánto tiempo pasó hasta que desistí sumido en la
oscuridad mientras, a lo lejos, escuchaba la risa del gigante de piedra, quien
seguro sonreía al tener una nueva historia que contar.